lunes, 11 de enero de 2010

seventh post, post séptimo

10 enero 2010.

música: spooky couch

de Albert Hammond Jr.


Para mi amor.

Sus arrugas suaves y cubiertas de una pelusa casi transparente, brillaban con los rayos de sol intermitentes que pasaban a través de los árboles, mientras el autobús andaba por una de las calles mas bellas de la Ciudad de México.

El abuelo, quien fue joven, fuerte y guapo en sus edades más pasadas, recordaba cuando jugaba fútbol americano sin sus lentes: la espina de su rosa, su bastón, y el punto en el que su mujer enloquecía. Ella amaba que hubiera una sola cosa para lo cual él verdaderamente la necesitaba: que le cuidara sus lentes.

Junto a él, estorbando el pasillo repleto de gente cansada y aburrida, descansaba su maletín de cuero. Desparramado sobre los pies de los pasajeros parados, guardaba las cosas más importantes de su vida. Las cosas que no soltaba nunca. Y entre una rodillera casi podrida de su época de jugador y el estuche de pinturas de su tía fallecida, lo que más había en esa maleta eran cosas de su mujer y sus cenizas.

Escogió una lata medio oxidada que a ella le encantaba. Decidió ese día sacarle las cartas y el juego de dominó, para meter lo que alguna vez fue su cuerpo esbelto y arrugado. Mientras vertía el polvo gris en el interior de la lata recuerdos de sus caricias empezaron a inundar sus ojos de lágrimas. Si pudiera regresar en el tiempo y volver a tomar su mano, sin que se le escurriera como arena entre sus dedos.

Los momentos de mayor angustia los pasó cuando casi la perdía, los días que pasó dormida a su lado, conectada a tubos transparentes y sonidos tediosos y constantes. No soportaba la idea de perderla y vivir el resto de su vejez sin ella. Ella era la improvisación de su vida, ella era los chistes extraños, ella era los cambios de humores violentos, ella era la distracción de su mente aferrada. Pero la idea de ella no moriría, sólo su cuerpo, y eso se lo dijo ella a él en su último suspiro.

Ella daba todo por él, ella era su brazo izquierdo. Ella lo amaba tanto y agradecía tanto lo que él le brindaba, el amor que le daba, todas las caricias incasables hasta las altas horas de la noche. Ella, a cambio, aparte de su amor, quería darle más. Trabajaba duro para que el pudiera hacer lo que más amaba, la escritura. Cocinaba a altas horas para que él durmiera con panzita llena y corazón contento. Le hacía fiestas complejísimas cada año, esmerándose siempre más para que él fuera el más feliz en su cumpleaños.

El abuelo pensaba que no había forma de vivir una vida plena sin ella a su lado. Que su piel arrugada necesitaba el roce de la de ella para poder dormir. Nada podía dolerle más. Al escuchar que el sonido se volvía monótono y lineal, el abuelo corrió a la ventana a tomar aire o pedir ayuda. Vió a unos niños jugando una cascarita y tuvo repentinos deseos de contárselo a ella. Contarle que el cielo estaba azul azul como no había estado en años, las nubes blancas y acolchonadas, el viento frío pero amable. Quería contarle que el cielo no se oscureció, que las nubes no se ennegrecieron, que no llovió ni hubo tormenta eléctrica. Que el fin del mundo no llegó con su retirada, que aún podía ver las cosas buenas.

Podía contárselo mirando al cielo y al aspirar el aire limpio que entraba a sus pulmones aún funcionales, a pesar de una vida entera de fumador. Ese día el abuelo dejó el cigarro, porque la escuchó a ella más clara que nunca, escuchó su risa, sus regaños, escuchó su voz ligeramente sobre el volúmen de la gente normal y sus pies que se arrastraban por la pereza de levantarlos al caminar. Ella estaba más cerca que nunca. No había necesidad de abrazarla, porque ella entraba junto con el viento a sus pulmones y así, echa bolita, dormía ahí, a lado de su corazón.

Ella no pudo abandonarlo, pero su cuerpo no tuvo remedio. Ella estaba en la llamada sin contestar, en la sombra misteriosa de la pared, en los gritos que suenan a tu nombre a lo lejos, en la lluvia, en el viento, en las sabanas, en su cama.

Días después recibió una llamada. Uno de sus dos hijos pedía su compañía, el dolor de la pérdida de la madre lo tenía sumido en la miseria y sus nietos lo estaban resintiendo. El abuelo tomó su maleta de cuero, guardó 3 calzones –ella siempre creía en viajar ligero-, 3 playeras, su kit de tijeritas, pinzas y navaja, su colonia, su rodillera casi podrida y una serie de fotos de ella, joven, adulta y viejecita, su música preferida, su fólder de cuentos cortos, sus 3 calzones y 3 playeras, y sus cenizas.

El abuelo no iría a ningún lado sin ella. Y esta travesía la hacía porque tenía una misión importante, abrazar a ese ser, que después de mucho temer y dudar, trajeron a sus vidas entre los dos. Gatos, perros y plantas pasaron por el lugar de su hijo. Hasta que un día se sintieron preparados para compartir su amor con alguien mas. Fueron a un orfanato y abrazaron al niño más disparejo de todos, al que más vibraba querer tener un papa y mamá. Y a ese niño, ahora adulto, ahora papá de 2 hijos, debía abrazar y dejarle todos los recuerdos de su madre, pues después de ese viaje, ya no los necesitaría, la tenía dentro. Muy dentro y lo otro ya lo podía compartir…

No hay comentarios: